Otoño en el Tiempo

Otoño en el Tiempo
Libro de poesía

lunes, 3 de septiembre de 2012

El cuerpo o una nave espacial.



Había visto los rincones más oscuros de su inocencia, pero nunca percibió los que se encontraban afuera, a su alrededor, servía a su propio universo.


Un observador silencioso vigilaba pacientemente, sobre todo en la duda; cada palabra, cada movimiento asombraba y constituía un nuevo descubrimiento. No eran los rasgos de su mirada frente al espejo, porque el tiempo pasaba, aunque no por ella. Era el letargo del presente que deseaba expresar todos los días, con un suspiro, con un palabra, con la sonrisa y transparencia de la honestidad de los segundos.

Hizo un trato con la vida, inconscientemente, hacía ya algún tiempo. Éste consistió precisamente en rendir tributo a cada momento, a cada instante y a cada respiración. Contemplar del cielo; las nubes viajeras, todos los días, las estrellas. Descubrir su rápida lentitud; del cielo despejado sus cantos, sus voces y sus silencios. Rápidamente para el observador, lentamente para ellas, desde su provocativa visión. El tiempo no es igual para nada ni nadie. Y para el que lo descifra es mucho más fácil viajar.

El silencio escuchó, durante muchos años, todos sus pensamientos. El silencio cocía sus labios, el silencio gesticulaba desesperadamente sus gritos. El silencio gritaba en su interior; a través de sus ojos, a través de sus palabras, a través de sus dedos...

A veces todo era cuestión, todo. Mientras dormía, suspiraba un cielo azul, un viento fresco y todos esos sueños extraviados, eran recolectados. Había transeúntes sonámbulos que trataban de disimular, mientras el recorrido satisfacía sus pasos, solían dar zancadas, solían danzar. Siempre hubo ritmo por las calles de la vida.

Hasta la muerte sonreía cuando se le descubría observando esta danza. Ella siempre estuvo al lado del silencio, los cuestionamientos y las dudas. Mujer siempre joven, omnipresente y oscura. Vivía en un reino de contrastes; entre el blanco y el negro de todas las imágenes, todas.

Susurraba sus hechizos al oído del guardián, él seguía observando silencioso. Sabía a dónde ir, qué experimentar, con quién estar. Lo supo cuando se soñó despierto y lo sabría siempre, porque ensoñaba regularmente.

No era su voz una sola, una voz dulce o ronca, era todas las voces. A veces se cansaba de escucharlas, a veces se agotaba y simplemente miraba al cielo, le gritaba a la humanidad. No eran sus nombres luz de claridad, eran sólo confusión, laberintos y sombras.

Y el guardián volvía a preferir el silencio; así que cocía sus labios, gritaba en sus discursos, rasgaba su interior, gesticulaba rabiosamente, salía a la calle y volvía a danzar...





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